Cuentos


UN AMOR IMPOSIBLE ®




Lunes primero de septiembre.
Hoy Julia comienza por fin su rutina aerobica, ya está decidido, correrá treinta minutos por día tres veces a la semana.
Se acerca el verano y quiere verse bien y sobre todo sentirse dinámica.
El mes pasado cumplió los cuarenta y está obsesionada, le tiene un poco de temor a la lentitud que se incorpora con los años.
¡Ya cuarenta y todavía sola!
¿Que pasa con los hombres, o, que pasa con ella?
Sin preocuparse demasiado por hallar la explicación a su interrogante, salió dispuesta a sudar, era ahora o nunca.
Ya había trotado más de diez cuadras cuando de pronto lo vio, estaba allí, hermoso, viril, casi irreal, instalado en la esquina.
La miró con seguridad y descarada provocación, Julia pese al impacto, le sostuvo la mirada y él la siguió observando hasta que se perdió a lo lejos.
El corazón de Julia se agitó enloquecido, con una mezcla de nerviosismo y emoción. No podía salir del asombro.
-¡Me miró Dios Mío y como!
Todo ese día fue diferente para ella, comenzó a soñar y preguntarse quién era él y no dejó de hacerlo hasta que llegó el tan ansiado miércoles y una vez más renovó sensaciones por largo tiempo dormidas.
Más de diez cuadras y allí estaba de nuevo, esperándola, quieto en la misma esquina, mirándola sin parpadear, hasta que Julia, empapada en sudor,  desaparecía sin dejar rastro.
Y así siempre, miradas, suspiros, deseos ocultos que palpitan incesantes y un denominador común....... la espera.
Ya nada fue igual. Esa rutina aeróbica que antes había ideado con pesada resignación, hoy duraba tan solo treinta minutos y nada más.
Hasta poner en hora el despertador resultaba inútil, porque antes de que sonara la alarma se levantaba como un resorte de la cama y se preparaba en escasos segundos.
Era claro de que Julia estaba manejada por lo que sentía, había vuelto hacia atrás, había retrocedido, tenía otra vez quince años.
¿Por qué no me habla? ¿Quien es? ¡De donde viene? ¿Como se llama? Esas y cientos de preguntas amenazaban con explotar en su cabeza, repitiéndolas una y otra vez..
Y pensar que todo había surgido de una mirada, que nada tenía  de simple, ni de inocente, mirada que él le había propinado con el mayor de los descaros, y sin parpadear siquiera, como no queriendo perderse nada de Julia, y eso a ella la perdía más todavía.
Septiembre pasó como un soplo. A la misma  hora de siempre y tres veces a la semana, Julia se permitía soñar y dejar así volar su romántica y tan criticada imaginación, mientras él simplemente se limitaba a mirarla. mirarla desde que Julia aparecía hasta que era solo un punto en la distancia.
El clima caluroso y pesado de Octubre obligan a Julia a vestir ropa más liviana; aprovecha entonces la ocasión para seleccionar con cuidadoso esmero, lo que iba a lucir esa mañana.
Eligió una sugestiva remera blanca, la que marcaba sin reserva su generosa anatomía.
¡Veremos que pasa hoy!. ¡Tal vez me hable! -pensó frente al espejo- mientras sus manos recorrían pausadamente su cuerpo delineando su contorno.
Julia y su remera blanca salieron al encuentro de ese hombre sin nombre, que desde hacía poco más de un mes, le había quitado el sueño.
Tan solo diez cuadras la separaban de él y trotó a su encuentro hasta que llegó a la esquina.
Sus ojos no podían creer lo que estaban viendo. Un enorme desasosiego la invadió por completo. Su corazón latió con un ritmo pausado, débil, casi agónico. 
Su boca se abrió con dolor  y asombro y apenas pudo emitir un sonido angustiante y seco...... ¡¡¡NOooooooooo!!!  ¡¡¡No se lo lleven, por favor!!!
Tres obreros cambiaban el enorme cartel de la esquina, por otro luminoso y un celular de última generación, reemplazaba a ese hombre de mirada penetrante, del que Julia se había enamorado irremediablemente, hacía tan solo, poco más de un mes.

                                                                                                                                
                                                                                                                          Lara Ribero






LA CARTA®




Sentado al borde de la cama terminó de leer la carta que Sara le había escrito.
Se quedó muy quieto por unos instantes y lentamente la dobló con cuidado y afecto.
Desprendió casi por costumbre el botón de su camisa azul y allí la guardó junto al paquete de cigarrillos.
Sara se iba de su lado. Le pedía perdón y que tratara de entenderla.
Él ni siquiera se planteó la posibilidad de una disculpa. 
Desde lejos le llegaban los sonidos de la calle. Los autos tocando bocina, el ladrido ahogado y perdido de un perro, la risa fresca y cómplice de niños en la vereda y la luz oblicua del sol envolviéndolo todo.
Miró con desgano hacia la ventana y se sorprendió. 
Juan se dio cuenta por primera vez, que la vida estaba allí afuera y pasaba justo por su ventana....
Encendió un cigarrillo, el último. Arrugó con fuerza el paquete vacío y lo arrojó al piso. 
Se incorporó, trago una bocanada profunda de aire y salió resuelto a la calle, buscaba  purificarse, necesitaba entibiar su corazón con el sol del medio día.
Atrás, en la habitación, dejaba el dolor de la ausencia y sin advertirlo siquiera, dejaba también la carta de Sara, aquella que junto al paquete de cigarrillos, había tirado con bronca al piso, por una simple casualidad o sabe Dios por qué.
                                                                                                                          
                                                                                                                       
                                                                                                                          Lara Ribero






A LAS PUERTAS DE LA FACULTAD ®


Se quedó pensativo a la salida de la facultad de medicina. Amenazaba con llover y eran cerca de las tres de la tarde, un tono gris plomizo tiñó el cielo de melancolía.
Melancolía. Esa palabra hacía ya un tiempo que lo acompañaba, se había apoderado de él y no podía evitarlo.
¡Tenía tantos proyectos!
Primero recibirse. Solo le faltaban unas cuantas materias, después habría que instalar el consultorio, pero,...... ¡A lo grande! ¡Lujoso! Como correspondía que lo hiciera, como él soñaba que fuese.
Y si todo marchaba bien, el siguiente paso sería inaugurar la clínica, especializarse en el exterior y comenzar con trabajos de investigación para llegar a ser un excelente profesional y entonces... ¿Por qué no? Aspirar al logro mayor........  ¡Ser premio Nobel de Medicina! 
Le sobraba talento y capacidad.
Pero..... ¿Que hacía con Susy?
¡Ella era tan buena, lo amaba tanto! Estaba ahí desde siempre.
Pero la pobrecita no tenía ambiciones, solo quería casarse y él necesitaba algo más que una esposa, necesitaba alguien con quien proyectar aquellos venideros días de gloria.
-¡Pobre Susy!- 
-Ella solo quiere ser esposa y yo quiero ser Médico, el Mejor, Palabra Mayor en Medicina y aquí estoy, lleno de melancolía parado a la salida de la facultad.
Comenzaron a caer las primeras gotas y no se dio cuenta, siguió absorto pensando en él, en Susy, la clínica, el prestigio, el renombre y en lo famoso que llegaría a ser el Dr Norberto De Grégori.
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El ruido sordo que hicieron las monedas al caer dentro de la lata, lo trajeron de vuelta a la realidad. 
Hacía frío y comenzaba a llover con más fuerza  y el "Doctor" (como le decían los estudiantes)  
ya no podría resistir otro enfriamiento. 
Guardó la latita en el bolsillo. Le echó el último vistazo a la facultad  y salió rengueando en dirección a la parada del colectivo. 
Con la misma melancolía de siempre -murmuró- ¡Agata unos cuantos centavos! 
Y bueno Doctor ... ¡Mañana será otro día!
                                                                                                                         
                                                                                                                            Lara Ribero






RUMBO AL TRABAJO ®



Parecía ser una mañana como otras tantas, aunque era diferente. Había demasiado murmullo en el pasillo cerca del ascensor, un extraño murmullo para esa hora de la mañana.
De todas formas, sin prestar demasiada atención, hizo lo acostumbrado.
Primero el baño, los dientes, la crema, el desodorante, una mirada rápida en el espejo y para terminar, unas gotas de perfume, las que sin duda la acondicionaban para un día de trabajo y compromiso.
Desayunó.
Alguien lo había hecho antes, porque la leche estaba todavía caliente. Un poco de pan sin tostar y ya estaba lista.
Las siete y cuarto... Era hora de irse.
Se detuvo un instante frente a la puerta para ordenar sus ideas y poder salir con el firme convencimiento de que nada se olvidaba.
Salió y comenzó a andar por el pasillo, el murmullo era más fuerte ahora, pero no sabía de donde venía, siguió hacia adelante sin detenerse y al extender su mano para abrir la puerta del ascensor, alguien dijo: -¡Clara! ¿A donde vas?-
Se dio vuelta con notable tranquilidad y acompañada de una inocente sonrisa contestó: 
-¡A trabajar!-
-¡Pero Clarita, que despistada, si hoy no se trabaja!-
Una estruendosa carcajada salió de su boca, la que vino a achicar aún más sus pequeños ojos café.
-¡Pero que tonta! ¡Que tonta que soy! (repetía entre risas entrecortadas y agudas).
-Vamos, vamos -le dijo- Te acompaño hasta adentro Clarita. ¡Vamos!
Y así, tomada del brazo de Ramón, el enfermero del psiquiátrico, Clara volvió al salón comedor, como otra mañana de tantas.

                                                                                                                           Lara Ribero







VIDAS PARALELAS®



Era un movimiento lento, autómata, preciso.  Los ojos ciegos mirando a su alrededor y la cabeza liviana, como zafada de su eje, la que giraba  en pequeños intervalos y lo hacía siempre  hacia la izquierda, chocando una y otra vez con aquella pequeña ventana sucia y opaca, la que le devolvía como un boomerang desafiante, la misma y monótona frase…

-PROHIBIDO ABRIR LA VENTANILLA EN ÉPOCA INVERNAL O DE BAJAS TEMPERATURAS-

¿Abrirla? ¿Para qué?
No tenía ni la intención, ni el ánimo de hacerlo.
Cada tanto solía ver a través de ella y contemplaba el cielo por un instante, el que para su desconcierto siempre estaba gris.
Lo cierto es que Norma entraba en ese estado de melancólica abstracción, cuando amanecía nublado y obscuro, cubierto de un tono tristemente plomizo. 
Y era precisamente ahí, cuando sin notarlo siquiera, se producía esa lógica fusión, la que la hacía formar parte voluntaria del paisaje, de ese mismo paisaje del que agatas podía ver a través del vidrio salpicado de tierra del colectivo.
Norma…. Para quienes la conocían, era una buena mujer. Estaba sola, siempre fantaseaba con un amor turbulento y apasionado, que la hiciera temblar de pies a cabeza, pero solo había conseguido pequeñas historias que podían ser contadas, sin el más leve temor de arrancarle profundos suspiros a alguien.
En una semana cumpliría cuarenta y cinco y hacía tres que trabajaba haciendo limpieza en una oficina. Esperaba que Dios le diera la oportunidad de encontrar ese amor y juraba con vehemencia que no lo dejaría escapar cuando  lo hallase.  Aunque fuese en una multitud -decía- ¡Voy a reconocerlo!
¿Pero como?
Norma siempre estaba distraída, sumergida en los mismos pensamientos, rumiando su desgracia y soltería,  mirando siempre para el mismo lado, leyendo siempre la misma frase…

-PROHIBIDO ABRIR LA VENTANILLA EN ÉPOCA INVERNAL O DE BAJAS TEMPERATURAS-

Cuarenta minutos duraba su viaje en colectivo. Eran cuarenta minutos de sórdidas ideas, de dolores conocidos y soportables, de frases recurrentes y lastimeras y de la misma devota súplica a Dios.
A Ernesto le pasaba igual.
Ernesto…… Un acompañante invisible y anónimo de esos cuarenta minutos de Norma en colectivo.
Metalúrgico, solo, llegando a los cincuenta, pero a diferencia de ella, su historia de amor no podía ser contada, porque la suya corría el riesgo  de desgarrarle  el corazón a más de uno.
 Por eso Ernesto, como Norma, le había jurado a Dios que si una buena mujer se presentaba ante sus ojos, la iba a reconocer aunque estuviera a miles de kilómetros de distancia.
¡¡¡Curioso!!! ¿No?
Porque ella siempre se sentaba en el mismo asiento y él  jamás la había visto.
Norma por su parte, que se bajaba algunas cuadras antes que él y que con dificultad intentaba esquivar siempre el cajón de herramientas de Ernesto, tampoco había prestado atención a ese hombre fuerte y alto, que siempre viajaba parado junto al tercer asiento, por más que hubiese  lugar de sobra para sentase.
Y aunque ella nunca se olvidaba de decir -¡Disculpe señor!- Ni él de contestar -¡Pase!
Jamás habían  cruzado una sola mirada. Nunca. Ni una sola.
Dos personas con la misma tristeza, el mismo deseo, la misma necesidad y la misma íntima promesa a Dios.
¡Juntos cuarenta minutos en ese colectivo!  ¡¡Juntos!!
Coincidiendo en un mismo lugar  y a un mismo tiempo, y sin embargo...
 ¡¡¡Tan lejos el uno del otro!!!

                                                                                                                           
                                                                                                                             Lara Ribero
 





CENIZAS DE MEDIODÍA ®

Un raro sopor envolvía el aire del mediodía.
Todo olía a desperdicios.
El zumbido de las moscas revoloteándole en la cara, no conseguían sacarlo de su concentración, mantenía fijos sus ojos en las viejas zapatillas desacordonadas, las que iban levantando a cada paso el polvo de la vereda.
54,  55,  56...
Beto tenía 10 años recién cumplido, era el mayor entre sus hermanastros, los otros dos eran hijos de su mamá con Mario.
Mario lo trataba bien y cada tanto, salía con él a recorrer el centro, con el carrito atado a la bicicleta.
¿Lo podes acompañar Betito? -le decía su mamá- 
Y él se sentía todo un hombre, cuando llegaba sentado sobre la enorme pila de cartones y botellas.
Faltaba poco para estar en casa, unos cientos de pasos más y quedaría justo en medio de la cocina.
57, 58, 59...
Las manos agarradas firmes a la correa de la mochila azul, le hacían llevar el compás al caminar. No levantaba la vista por nada del mundo, solamente lo hacía con el último paso, como siempre, el 278.
Esa especie de juego monótono y solitario lo divertía, le gustaba ver la velocidad con que la vereda pasaba bajo sus pies y que la cuenta diera siempre igual, 278, ni más, ni menos.
El paisaje era el mismo de siempre, las casas una pegada al lado de la otra todas del mismo color, formando una especie de gheto.
Algún que otro caballo flaco pastando al costado de la calle, esperando como resignado que cayera la tarde, para ser atado a las varillas del carrito de su dueño.  
Y como señalando una dirección para no errar el camino a la villa, las bolsas de basura que se hallaban diseminadas por todas partes, marcaban la ruta, decorando el lugar con desolación y pobreza.
A Beto nada podía distraerlo , ni siquiera el saludo de aquellos que lo conocían.
¡Eh!... ¡Beto!
98, 99, 100...
Él solo seguía su ritmo... él y Capitán.
Un cachorro que se había encontrado el año pasado y con el que rápidamente simpatizó.
Iban y venían juntos de la escuela todas las mañanas.
Mientras Beto estudiaba, Capitán se echaba en el piso hasta que se dormía y se lo podía ver siempre con la lengua llena de polvo salida a un costado de su hocico.
Solo bastaba escuchar a Beto decir......¡Vamos Capitán!
Para que se levantase al instante y se quedara tieso esperando la próxima orden, hasta que ambos iniciaban el viaje de regreso a casa y con el, la cuenta y el compás.
101, 102...
A medida que avanzaban, el aire se hacía cada vez más y más caluroso, parecía un infierno, la brisa le ardía en su rostro.
De tanto en tanto Capitán, se paraba delante de Beto entorpeciendo su marcha, para rascarse las pulgas que se asfixiaban entre tanta lana y en seguida se lo oía protestar...
¡Salí Capitán! ¡Me vas a hacer perder la cuenta!
122, 123, 124...
Beto iba absorto. Entretenido como siempre no podía sentir el griterío, el revuelo de los vecinos de la villa, que corrían de un lado a otro tratando de salvar del fuego, todo lo que podían de la casilla de la Vero.
¡Ahí estaba! ¡De ahí brotaba el calor!
El calor que hacía de la tarde, un día distinto y fatal.
El zumbido desolador de las moscas, los baldes, los pies descalzos y embarrados, el olor a ceniza y esas grandes llamas rojas que estaban quemando la casa de Beto por completo y que ardían justo en medio de la cocina.
203, 204, 205...
¡Salí Capitán!
Los ojos de Beto se iluminaron, se le pusieron rojos como las llamas. Su boca se abrió en un grito y se tragó el espanto.
Entonces corrió... Y Capitán corrió con él.
Corrían con desesperación. La mochila le brincaba en la espalda golpeándole los pulmones con fuerza, cada paso era un quejido.
Sus brazos como desmembrados se movían a su costado impulsando su diminuto cuerpo tembloroso, la garganta le ardía y el humo negro iba creciendo tan negro como el día.
Y se quedó ahí, paralizado, viendo el vacío, la tierra humeando caliente, las maderas de la casa hechas cenizas confundiéndose en el piso,  y el olor, ese olor a quemado entristeciendo el aire de la villa.
No podía moverse, con las lágrimas marcadas en su carita tiznada por la desgracia y el pecho ahogado de dolor, se arrodilló desconsolado en medio de la cocina.
Capitán aullaba a su lado.
Cuando Vero los vio, la angustia le desgarró el corazón y el alma y seguida de Mario, corrió como loca a su lado.
Beto... en medio de pálidos resplandores, todavía de rodillas y abrazado al cuello de Capitán, no podía dejar de repetir entre sollozos...
278...278...278...


                                                                                                                             Lara Ribero









LA HERENCIA ®


Siempre me había gustado esa casa. 
Era diferente…pintada de blanco, un blanco mágico, brillante y hasta diría que… enceguecedor, era… ¿Como decirlo?… Intrigante…
Hacía mucho tiempo que nadie la habitaba, pero parecía ser que el dueño, quien estaba fuera del país (al menos eso era lo que se rumoreaba entre los vecinos) había dejado en manos de una  inmobiliaria su mantenimiento.
Y debería ser cierto, dado que yo, que  llevaba tres años en el barrio, siempre la había visto cerrada, es mas, nunca había visto a nadie en ella y eso que ostentaba un colorido y por demás cuidado jardín y el césped que rodeaba la casa, también para mi asombro, estaba prolijamente cortado. 
Lo mismo sucedía con la puerta del garaje, el barniz no parecía envejecer jamás, no perdía el brillo a recién pintado, ni que hablar de las rejas de las ventanas…nunca tuvo  una sola muestra de óxido… 
En fin…”el chalecito de la esquina”…como yo lo llamaba,  era todo un misterio para mí, tanto… que cuando pasaba por la vereda no podía dejar de mirarlo… de darle un vistazo al pasar, de reojo, como un acto reflejo o un tic involuntario.
Se dice que el lugar donde habitamos habla un poco nosotros, de cómo somos en realidad y el chalecito me resultaba tan misterioso, que mas de una vez me pregunte cómo serían sus  dueños…
¿Si era un hombre o una mujer?…
¿Si eran una familia grande o pequeña?…
¿si era un viudo o una viuda?…o tal vez, ¿fuese  un artista?, un escritor para ser mas precisa, de esos que tienen mucho dinero y se olvidan de que son dueños de una casa tan fantástica como esa, que se la han dejado olvidada en un pintoresco barrio, allá por el sur de Latinoamérica, porque hoy tienen otro lugar que los inspira y prefieren camuflarse entre paisajes paradisíacos, como las postales propagandísticas de las agencias de viaje y así seguir teniendo a resguardo la famosa llama de la creación… “La Musa Inspiradora” como la denominan.
No lo sabía, pero algo era cierto…si bien la casa me resultaba extraña, no menos extrañas eran mis cavilaciones con relación al chalecito…
Sobrio, lujoso, imponente, mas alto que las demás propiedades de la manzana y hasta parecía estar rodeado por una atmósfera distinta, como si incesantemente humeara en el centro del jardín, un gran sahumerio de sándalo hindú.
Por supuesto que fantaseaba con  la casa, me imaginaba que algún día conocería a su dueño, el que para mi conveniencia, claro está,  sería un señor mayor, solo, cansino, gastado, con una mas que holgada vida económica y sin tener a quien dejarle “el chalecito” y como era de esperar, estaría encantado con  mi personalidad y la frescura de mi sonrisa y quien de a poco comenzaría a estimarme tanto y tan sinceramente, que un día me sorprendería con la noticia de que…me lo dejaba en herencia. 
Imágenes ilusorias rondaban en mi cabeza mientras caminaba por la vereda que bordeaba la casa y eso hacía sin duda, que sintiera por el chalecito algo especial, un gran cariño, un paranoico y asfixiante sentimiento de propiedad  cada vez mayor.
Lo cierto era que esto solo me sucedía cuando lo tenía frente a mí. Ver la suntuosidad de su construcción, la cual por supuesto yo magnificaba por el loco deseo de que fuese mío, solo me embargaba cuando pasaba a su lado, como si su energía me poseyese abruptamente, en un arrebato de lascivia, como por asalto, como si entre el chalecito y yo existiese una relación carnal y a decir verdad, oníricamente absurda en extremo…Absurda e inexplicable.
Una mañana, un domingo de niebla espesa, caminaba por la vereda. El barrio se encontraba más callado que de costumbre y desde el silencio… alguien me saludó. 
Ahí estaba… justo en medio del parque. 
Era el dueño de la casa, tal cual me lo había imaginado centenares de veces. 
Hasta por un instante creí firmemente estar dotada de dones premonitorios, que hasta el momento no había descubierto, por la asombrosa exactitud de como se presentaba la escena ante mis ojos. 
Finalmente lo conocía. 
Estaba emocionada por el acontecimiento. 
Salude con  mi habitual sonrisa y la sostuve mas que de costumbre para impresionarlo y hasta levante mi mano con modesta solemnidad, como queriendo imitar a las reinas de los carnavales, para dejar en él una imagen delicadamente femenina y agradable.  Y lo  logré…vaya si lo logre…
Simpatizamos al instante, a mi regreso volvimos a cruzar saludos y sonrisas. 
Me mostré discreta e interesada en su persona al igual que él hacia mí. 
Y por supuesto, que le dije que era un verdadero placer conocer al dueño del chalecito. Sonrió complacido sin decir palabra.
Así comenzaron nuestros encuentros, nuestras furtivas charlas vanas, él siempre en medio del jardín y yo del otro lado de la reja. Pese a que la distancia entre ambos era considerada, igualmente percibía claramente su perfume, algo así como el olor denso del sahumerio…dulce y agradablemente místico, sin duda provenía de algún perfume importado el que debería ser carísimo por cierto.
Mi relación con el dueño, no solo fue creciendo en simpatía sino en confianza. No tarde mucho en darme cuenta que en algún momento tendríamos una charla muy importante, charla en la que yo estaba segura, me anunciaría que me dejaba en herencia el tan preciado inmueble.
Lo asombroso en mí, era, que no tenía la más remota idea de cómo hacía para albergar en mi mente esa confianza y fe irrevocable a tan disparatadas imágenes, a tan insolventes situaciones, porque pese a que llevábamos un mes de charlas casi a diario, la realidad era que aún no nos habíamos presentado formalmente y que él no daba muestras de enajenamiento o entrega alguna hacia mi persona, como para tener un acto de tamaña  generosidad.
Él seguía siendo para mí el dueño y yo la vecina… “simpática”…por supuesto, pero su vecina al fin… y en el fondo… solapada.
Mi afán por ser la nueva dueña del chalecito, crecía día a día y yo sentía muy en mi interior,  que el momento no estaba lejos y aunque mis deseos eran mayúsculos, no había anidado ni escondido en mi corazón, ningún recelo hacia el dueño. 
No me asaltaba la desesperada ansiedad de pensar… ¿Si me lo daría en realidad?… ¿Si faltaba mucho para eso? o ¿Cuándo exactamente sería el día? 
Muy por el contrario, estaba ilusionada sí, pero serena, dado que yo tenía la certeza de que faltaba poco para el gran acontecimiento.
Una mañana, también de niebla espesa como cuando lo había visto por primera vez, sucedió algo fuera de lo común. 
Mientras avanzaba expectante por la vereda, el dueño se acercó a la reja del chalecito, cosa que jamás había hecho, él siempre se mantenía en el mismo sector del jardín, pero esta vez, se había aferrado a la reja y en una actitud  más íntima y circunspecta, empezó  su conversación. Fue ahí por primera vez, después de casi un mes y medio de dialogo,  que me percaté de que solamente  hablábamos de mi, que en nuestras charlas, solo tratábamos mis cosas, mis gustos, mis debilidades, mis triunfos y mis fracasos, en definitiva, las conversaciones daban vuelta en torno a mi vida y sobre todo de mis ambiciones futuras…él hablaba en forma generalizada y se afanaba  en darme consejos, porque decía que el tiempo nos regalaba sabiduría,  pero  de él…no sabia absolutamente nada. 
Claro,  esto yo no lo había notado… y era comprensible, porque lo único que a mi me interesaba de nuestros encuentros, era el famoso… chalecito.
Esta  inesperada revelación me desestabilizó por unos momentos, para cuando logré volver a la realidad nuevamente, escuche al dueño que dirigiéndose a mí con pausada melancolía me decía…
-Mi tiempo se acaba y el chalet no puede quedar solo, tengo que dejar a alguien que lo quiera y lo cuide como yo. Usted es esa persona, la elegida, la que debe estar aquí Dígame – me interpeló el dueño – Aferrando su otra mano a la reja…
¿Usted  estaría en condiciones de tomar posesión de la casa? 
¿Estaría  dispuesta ha hacerse cargo de ella así como lo he hecho yo durante este tiempo?
Necesito su compromiso, su promesa, su palabra.
Quedé atónita. 
Por fin estaba sucediendo lo que tanto había esperado. 
Ocurría con tal normalidad que parecía un cuento de hadas. 
Faltaba nada para que fuera la dueña del chalecito, nada…solo un SÍ…y era mío…mío para siempre.
Lo miré fijo a la cara con una expresión interrogante y entorné mis ojos lentamente, como intentando demostrar asombro, sorpresa y sobre todo, escepticismo ante la propuesta, como si lo que acababa de oír, pese a la duda, no me sorprendía, ni me entusiasmaba,  más bien, me generaba un compromiso que no quería asumir, pero que tratándose de un favor…pues bien…lo pensaría y haría todo lo que estuviese a mi alcance por colaborar…
Cuanta hipocresía…Estaba deseosa de ser la dueña de esa maravillosa casa, me temblaba el estómago, mis vísceras saltaban dentro de mí de un lado a otro, estaba tan excitada que sentía claramente con que velocidad circulaba la sangre por mis arterias… me costaba respirar sin abrir la boca para tragarme el aire y no lanzar una carcajada de frenética alegría.
Entonces detuve el loco devenir de mis palpitaciones, intenté enfocar rápidamente mis ojos, los que parecían girar y girar desenfrenados como si buscaran desprenderse, liberarse  de mí y luego, respirando con disimulada dificultad le dije: 
Verá usted…yo no tengo ni la intención ni el dinero suficiente como para adquirir una propiedad como esta…
Al finalizar la frase, se me detuvo el corazón, solo escuchaba un grito suplicante  en mi cerebro…
¡Dios! ¡Que me diga que me la regala! ¡Dios…Por favor… que me la regale!
Y finalmente lo dijo…
“El chalecito” como usted le dice, si lo acepta…es suyo… ahora…sin más…Sin que medie otro trámite más que su respuesta…
Una sola cosa debo pedirle…que me conteste ya mismo…
Sonreí aliviada y haciendo unos gestos medidos con mi cabeza…Lance un… SI…Acepto… e inmediatamente me disculpé con él, solicitándole ausentarme algunos  minutos, con la excusa de que la ferretería cerraba en horas del mediodía y me urgía hacer una compra, que serían solo unos minutos y que regresaría de inmediato para coordinar  los detalles del acuerdo.
Asintió con un gesto comprensivo de sus ojos y salí caminando por la vereda rumbo a la supuesta ferretería. 
Me dolían las comisuras de los labios de tanto sonreír, no podía parpadear, llevaba las pupilas tan dilatadas que veía con marcada dificultad, los disturbios de la calle eran un sonido sordo, lejano, muy lejano.
Cuanta alegría, cuanta. Quería correr, correr, correr, y correr hasta caer exhausta, desfallecida…Solo quería disfrutar lo que me sucedía.
El Chalecito… finalmente era mío.
Abrí los ojos y un largo silencio me sorprendió. No sabía si estaba dormida o despierta. La cabeza me daba vueltas.
No reconocía nada a mí alrededor. No se escuchaban ruidos, ni voces.
No veía nada ni a nadie. No comprendía lo que estaba sucediendo.
Pero antes de seguir dilucidando. De querer entender dónde me hallaba, de averiguar que había sucedido o de que hora era, recordé solo una cosa…solo una…
¡Era la dueña del chalecito de la esquina!
Rápidamente sin importarme nada mas, emprendí  resuelta el camino a mi nueva casa.
Una niebla densa dificultaba la visión. Nadie circulaba por el barrio. En menos tiempo del que imaginé llegue hasta el chalecito, me pare en la reja y comencé a llamar al dueño con voz nerviosa, monocorde y desentonada…
-¡¡Señooorrr!! -¡¡Señooorrr!!
¡¡Holaaa!!
¡¡Holaaa!!
A cada pregunta hacía un silencio para tratar de oír si me respondía…pero no.
Debo haberlo llamado algunas veces más antes de apoyar las manos en la reja, las que con el peso de mi cuerpo se abrieron con facilidad, mostrando en todo su esplendor el magnífico parque. 
Con pasos resueltos me dispuse a ingresar hacia el interior pero inmediatamente me detuve, miré hacia todos lados varias veces, pues me asaltaba el temor de que alguien estuviese observando. Pero una voz en mi cabeza me dijo…
¡¡Vamos… No hay porqué temer…esta es tu casa Stella!!…
Enderecé mi cuerpo levemente y empujando la reja con firme decisión…avancé. 
El césped era una mullida alfombra de un verde fresco y brillante, un impulso adolescente y destructivo me llevó a hundir con fuerza mis pies entre la hierba como intentando adherirme a ella… y lo hice sin vacilar… Después de todo ESE también era…”MI”… césped.
La niebla no podía opacar el colorido del jardín, las minúsculas gotas de humedad sobre las margaritas llamaron mi atención y corté una,  con la secreta intención de guardarla de recuerdo para perpetrar in aeternum  ese preciado y esperado instante.
Me sentía una elegía, una princesa, un ángel divino de la providencia.
Extendí mis brazos a los lados y mientras me dirigía hacia el interior de la casa, iba acariciando a mi paso las flores del jardín, las que parecían reverenciarme al presentir el simple roce. 
Tenía que  tomar contacto con todo cuanto se hallaba en la casa…porque después de todo… era mío, hasta el mas insignificante de los objetos y debía  demostrarlo formalmente… La casa tenía que saber que YO era la nueva propietaria. 
¡Cuanta belleza! El decorado, el estilo, la pintura, los cuadro, las alfombras… todo… 
Era como habitar en otra época. La recorrí de punta a punta, de arriba a bajo, afuera y adentro… era tan espléndida que me quitaba el aliento, me hacía sentir una reina  eterna.
No se cuanto me llevo recorrerla y admirarla, lo que si sé,  es que durante ese tiempo el dueño no se hizo presente y lo agradecí, porque pude contemplarla hasta el hartazgo.
Decidí entonces regresar a mi casa para ordenar mis ideas y esperar hasta que él se presentase para así arreglar sin demoras el tema del chalecito. Debía resolver hoy mismo el trámite de La Herencia.
Avanzaba resuelta rumbo a la salida, mirando satisfecha de un lado al otro el jardín y hasta sentía una imperceptible sensación de desarraigo, al saber que me ausentaría de la casa, aunque más no fuese por poco tiempo. 
Dirigí la vista hacia adelante y me encontré con la figura del dueño.
Se hallaba parado del otro lado de la reja… Quede sorprendida y abruptamente me detuve. 
¡Hola! … alcancé a decir con timidez.
La escena me resultaba asombrosamente extraña...Me encontraba precisamente en el mismo lugar en el que él se paraba para conversar conmigo.
Yo estaba ocupando su lugar y él….el mío. 
Con algo de dificultad balbuceé…-¡Lo estaba buscando!-  
Y me respondió con una apacible calma.
Está hecho Stella… Eres finalmente la dueña del chalecito. 
La nueva guardiana de la casa y habrás de serlo hasta el siguiente que tome tu lugar. 
Sus palabras me aterraron, abrí la boca para decir algo, preguntar algo…pero no sabía qué…
Quise ir a su encuentro y no pude moverme, intentaba hacerlo pero era como si hubiese echado profundas raíces en el césped, en “Mi Césped”.
Entendí ahí mismo que el destino nos busca y nos encuentra y cuando lo hace, nos embiste brutalmente y de un golpe… nos arrebata la existencia. 

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Aún sigo rondando por los jardines de la casa. 
Nadie se ha presentado todavía trayendo consigo la niebla.
Esa niebla que flota densa sobre las cabezas  de los que codiciamos lo ajeno a hurtadillas, esa niebla que lastima y desangra como una corona de espinas, esa macabra y  monstruosa niebla que nos identifica, la que arrastramos como un cadáver putrefacto tras nosotros, esa mancha negro que nos separa del resto de los humanos señalándonos como avaros, ambiciosos, deseosos de quedarnos con lo ajeno a como de lugar. 
Ha pasado mucho tiempo…pero alguien…tarde o temprano…llegará…
Vendrá…se hará presente con la misma ambición desmedida con la que llegamos todos a este lugar… 
Mientras tanto…contemplo mi casa y repito las últimas palabras del dueño, las mismas que deberé pronunciar y dejar como única herencia…

NO CODICIES LAS POSESIONES AJENAS…SIN  ANTES SABER... 
EL SACRIFICIO QUE HAN TENIDO QUE SOPORTAR PARA CONSEGUIRLAS. 








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Lara Ribero